1° Edición Digital de Artes y Letras

“Arte que se comparte”

Autora: Melina Litauer

Otoño

Me acerqué a la ventana. Descorrí el vual que velaba el paisaje y me quedé absorta en un sinfín de colores nuevos. Había llegado el otoño. El jardín vestía de otra forma. Cada hoja de cada árbol mostraba una identidad propia, pero la paleta estaba formada por los mismos tonos: amarillos, anaranjados, ocres, marrones, rojos y algunos verdes secos que venían demorados como si se resistieran al paso del tiempo. Los últimos rayos del sol de la tarde producían reflejos de luces y de sombras cambiantes por los efectos del viento. Observaba algunas hojas soltarse de sus ramas y caer lentamente hacia el suelo. Una alfombra mullida había tapizado la tierra copiando los colores que se desprendían desde arriba.
Me puse a reflexionar sobre la vida de las hojas. Tiernos brotes que asomaron un día de primavera con la timidez de un niño, pero con la energía vital para llegar a la plenitud. Habían crecido lozanas integrando una gran familia verde empeñada en realizar grandes propósitos: purificar el aire, enmarcar la belleza de alguna flor y contener el crecimiento de algún fruto. Ahora, marchita la flor, consumido el fruto, daban signos de cansancio y poco a poco se dejaban morir para transformarse en abono.
Me quedé un largo rato en contemplación. El día también se iba marchitando para dar paso a la noche.
Las piernas me dolían de tanto estar de pie. Me encaminé hacia el sillón del living para descansar un poco. Debajo de la mesita pude reconocer el viejo álbum de fotografías que relataba nuestra historia. Lo tomé. Lo abrí para recordar todos los otoños que habíamos vivido juntos.
Una a una fueron desfilando nuestras primaveras repletas de color y de vida. El calor del verano nos envolvió mil veces para madurar, compartir alimento y dar nueva vida a los brotes que iban surgiendo de nuestras semillas. Vivimos cada otoño, sabiendo que estaríamos acurrucados en nuestro propio calor, para pasar el invierno y renacer después.
De repente, los ciclos del tiempo se habían estancado. Nuestro reloj marcaba siempre la misma hora. La misma desolada hora otoñal.
¡Cómo vivir en un solo tiempo! Ya no habría renovación. No volveríamos a florecer ni daríamos ningún otro fruto. Un largo y penoso invierno nos esperaba para cerrar nuestros ciclos en forma definitiva.
Suspiré profundamente para espantar mis pensamientos como si sólo hubieran sido un engendro de la imaginación.
Quise cerrar de una vez el álbum, pero no pude. Se resistió con fuerza a mi intento de ignorar la realidad. Las páginas comenzaron a pasar veloces de atrás para adelante y, mientras lo hacían, miles de hojas tiznadas de gris fueron cayendo sobre la alfombra y sobre mis pies.
Una vez que quedó vacío, se cerró convertido en escarcha.
Me acurruqué, abrazada a mí misma.
¡Hacía tanto frío!

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