III Edición Digital de Artes y Letras
“Matriarcal”
Imagen: Josefina Fernández
Texto: Melina Litauer
Mutación Inesperada
Venía soportando una viudez de siete años. Cuando su esposo se marchó para siempre, su hijo era muy pequeño, y fue por él que se armó de valor para seguir viviendo. Tuvo que ser una madre fuerte, tenaz, aguerrida para sobrellevar la soledad y tantas responsabilidades. Puso tanto esmero en acompañar el crecimiento y la educación del niño, que para ella significaba tener en casa una obra de arte intocable. Sus garras de leona estaban siempre afiladas para defenderlo de cualquier ataque.
Aquel día había recibido una nota firmada por el nuevo director de la escuela donde le solicitaba que se acercara para tener una charla con ella. Aunque todavía no lo había conocido, se imaginó que tendría algún reclamo con respecto al comportamiento de su hijo. Entonces le declaró de antemano la guerra, y se dirigió indignada hacia el instituto.
En el hall de entrada la recibió la secretaria y le dijo amablemente que tomara asiento para esperar que la llamaran a la reunión. “El que espera, desespera”, dice el dicho. Su ansiedad aumentaba segundo a segundo y mientras éstos pasaban, su mente descorría un sinfín de pensamientos que balbuceaba en voz baja: −Aquí estoy, esperando desde hace media hora. Ya me va a escuchar ese jovencito. Se cree que, ahora que lo nombraron director de la escuela, nos va a pisotear a grandes y a chicos. Sí, sí, me va a escuchar. Mi hijo es un santo, bien educado, colaborador, inteligente, no hace falta decirle las cosas dos veces. Es obediente como ninguno. Él no sabe que mi chiquito es mi orgullo, y tuvo el tupé de citarme quién sabe para qué. Se ve que no lo conoce, pero se tendría que haber informado. No se hacen así las cosas. Esto es inexperiencia pura.
Desde el fondo del pasillo del Instituto Venancio Ordoñez Gil, se vino acercando un hombre alto y robusto.
−Buenos días señora. ¿En qué la puedo ayudar?
−Yo no soy la que necesita ayuda. El que la necesita es el director. Dígale que quiero hablar con él inmediatamente. −Pero, ¿qué pasó que está tan enojada?
−¿Y cómo estaría usted si le hubieran menospreciado a su hijo?
−Este director es incapaz de hacer eso. −dijo el celador rascándose la cabeza− Es una persona muy amable y cariñosa con los chicos. Cuando llama a algún padre, siempre es para ayudarlos.
−¿Cariñosa? ¡Qué sabrá él de cariño! Cariño es el de una madre que se desvive para enseñarle a ser un hombre de bien; que está siempre atenta a cubrir sus necesidades y encima sola, sin un padre que los sostenga.
−No me cabe la menor duda sobre el amor que siente una madre. Con seguridad usted habrá sido un ejemplo de abnegación. Pero no se haga problema, enseguida se aclarará cualquier cosa que haya motivado que la citaran.
Unos segundos después, la llamaron para que se hiciera presente en la dirección.
Ni bien entró al recinto, el director se levantó y fue a su encuentro para darle la bienvenida. Su porte era tan imponente que se sintió diminuta. Debajo de su pelo, levemente despeinado, asomaban dos faroles verdes que iluminaban su rostro; su amplia sonrisa se dibujaba sobre su piel bronceada y el sonido de su voz era como el gorjeo de un cardenal.
−Mucho gusto, señora Vanina. –le dijo amable extendiéndole la mano tersa y perfumada − Tome asiento por favor. Ella se acomodó obediente y sumisa.
¿Qué le pasaba? Hacía mucho tiempo que no experimentaba esas sensaciones. Su cuerpo libraba una batalla con sus pensamientos, y sin decidirlo, sentía que cada suposición turbadora se transformaba en una pompa de jabón que explotaba en su cabeza. Sin entender cómo y por qué, el enojo se había marchado, y ya no le interesaba saber el motivo de la citación. Fueron unos instantes eternos en los que temió dejar al descubierto la turbación que la embargaba y solo pudo balbucear:
−Para mí también es un placer conocerlo, señor director.