Las palabras y las cosas

VI Edición Digital de Artes y Letras

“La casa”

Autora: Leandro Biaggio

Negrita

Hay miradas que nos construyen, que nos hacen sentir vivos
Hay miradas de amor que nos salvan,
que nos hacen encontrar el sentido a la existencia.
Cuando esas miradas se apagan, ya no podemos recordarlas en colores.
El color nos encandila y nos hace doler más.

Doblo la esquina y puedo verte, esperándome. Estás asomada a la reja, impaciente,
sobre la puntita de tus pies, como una bailarina -menos esbelta-. Apago el auto y ya estas pegada a mi ventanilla, mirándome.

Tu vestido floreado, amarillo, zapatos bajos, aritos. Un delantal impecable a tono que se sostiene en un lazo perfecto en tu cintura de avispa y cae pulcro, almidonado sobre tu falda. Bajo del auto y la picardía de la mirada te enciende la cara entera.

-Llegaste tesoro-, es la frase. Así me siento, como si fuera un tesoro de verdad. Avanzamos por la vereda, y cruzamos la reja. Caminas presurosa y un poco ladeada, me anuncias que ya tenés el agua. Como siempre, lista y en el punto justo para cuando yo llego. Me ordenas que deje las cosas en el sillón y que vaya a la cocina a ver qué quiero elegir de comer.

Tu cocina de mármol blanco que encandila. Arriba la bandeja también blanca con honguitos rojos, el mate de lata a tono. Bizcochuelo, facturas, galletitas de agua, dulce de leche, galletitas dulces: hay comida como para un batallón.

Me anuncias que el abuelo ya viene, y que se quedó dormido. Le gritas para que se levante y te insisto en que lo dejes descansar. No podes admitir que se pierda el ritual, nuestro ritual. Él no llega y le gritas de nuevo, me decís que es un bólido con ojos llenos de amor. Tu paso firme con tus manos temblorosas sosteniendo la bandeja hasta llegar debajo del jazmín. No me dejas ayudarte, no importa lo grande
que sea, siempre soy una bebé en tus ojos. Terminamos nuestra mateada ya de noche. Me pedís que te avise cuando llegue a mi casa y que vuelva pronto. Yo te digo que entres porque ya es tarde.

Me decís que si, al tiempo que arrastras con tu pie una hoja que se atrevió a ensuciarte la vereda. Arranco el auto y ahí estás, en el espejo retrovisor, de nuevo haciendo equilibrio por encima de la reja, como para guardarme en tu retina.

Te escribo como si aún estuvieras viva, aunque hace siete años que te fuiste, y varios más que dejaste de reconocerme. Pero ni el alzheimer pudo sacarme de tu mirada.

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