La casa de Punta Mogotes

VI Edición Digital de Artes y Letras

“La casa”

Autora: Laura Racciati

La casa de Punta Mogotes

Son casi las cuatro de la tarde. Estamos en el living comedor esperando a la combi que nos llevará de vuelta a casa, a cada uno a la suya. La abuela de irá a su casa, Nacho y Lucía a la suya y yo a la mía. Vinimos unos días porque esta es la despedida; desde que el abuelo no está, la abuela decidió que esta casa se vende y ya no hay vuelta atrás.

Es que queda a quinientos kilómetros de nuestro barrio y es incómodo mantenerla a la distancia (además, supongo, ella no quiere cargar con los recuerdos y la vida escrita allí). Sus nietos estamos muy tristes, especialmente Nacho -que le dijo que si pudiera comprarla lo haría, aunque es menor de edad- y yo, que nos oponemos rotundamente pero es inútil cualquier intento de hacerla cambiar de opinión. El viaje fue, en cierto modo, como una despedida.

Así lo viví yo, al menos. Mientras los minutos siguen transcurriendo, seguimos esperando pero la combi no llega. Finalmente nos avisan que por un desperfecto técnico no va a poder pasar hoy y tendremos que esperar hasta mañana. Entonces me pongo a recordar. La primera vez que llegamos estábamos toda la familia: los tíos, los primos, los abuelos, mamá, papá y Victoria; y el terreno colmado de un pastizal. Era lo único que nos pertenecía ya que no había casa.

Eso vino más tarde, un tiempo después, cuando el abuelo dispuso todo para poner en marcha la construcción de la vivienda. Esa primera vez el abuelo improvisó un asado en el piso y tengo el recuerdo de que fue uno de los asados más ricos que hizo en toda su vida ero creo que eso tiene más que ver con la celebración del estreno que con la parrillada. Después no recuerdo más de la inauguración pero hay muchas fotos y recuerdos de esa casa, LA casa.

El reposo de la tía para cuidar su panza para que Nacho nazca sano; un invierno en que un temporal parecía destrozar y desligar el techo de la estructura; aquella vez que invité a Paula a pasar unas vacaciones conmigo y los abuelos y nos pasábamos horas escuchando la radio; el verano que me la pasé grabando canciones de la radio e improvisando mi propio programa radial como locutora de una FM; las miles de veces que fuimos en familia y que mientras todos íbamos a la playa el abuelo se quedaba trabajando en su amado jardín, removiendo la tierra, sembrando alguna planta o vegetal (tenía un jardín completo); las tantas veces que jugamos a las cartas o que grabamos las pavadas que charlábamos y los chistes y canciones que el abuelo inventaba en su lenguaje mitad argentino, mitad italiano.

Por suerte pude rescatar un compilado en cassette de eso e inmortalizar su voz para toda la eternidad. También recuerdo las últimas vacaciones que pasamos con él ahí: fue para semana santa, o un poco antes, cuando antes de volvernos para capital el abuelo empezó a sentirse mal, empezó con una tos que parecía acorde al clima de fines marzo o principios de abril, pero que luego supimos no era una simple gripe sino el motivo del principio de su adiós definitivo.

Tengo las imágenes grabadas a fuego, cerca de la pileta del jardín que daba a la puerta de entrada al garaje (donde infinidad de veces improvisamos una mesa y almorzamos). ¡Ja ja! A veces se acercaban unos sapos y croaban justo al lado de esa puerta; para nosotros era uno solo y lo bautizamos “Willy” y aunque no me acuerdo a quién se le ocurrió el nombre así lo llamamos hasta la última vez que lo vimos visitarnos.

Un verano fui a pasar mis vacaciones ‘de grande’ con mis amigas del secundario pero nada se pareció a los días con la abuela cortando fruta, cocinando sus exquisiteces, con la casa impregnada de aroma a hogar. Todavía no dije cómo era esa casa: sencilla, de madera, con un pequeño living comedor y dos dormitorios; el principal y otro donde dormíamos los chicos, en camas cuchetas. La playa estaba a unas cuadras y también teníamos a unos pocos kilómetros el Bosque Peralta Ramos; una vez, el abuelo, improvisó un pic nic y nos llevó ahí a pasar una tarde tirados en el pasto y tengo la imagen guardada en mi memoria además de en mi corazón.

El regreso me resultará gris, pesado, apoyada en la ventana de la combi, pensando entre lágrimas que nunca más volvería a Mar del Plata y mucho menos a esa casita soñada que algún día me encantaría replicar para habitar con mi propia familia. Al fin y al cabo es lo que yo siempre soñé para la familia que anhelaba formar de chica y estoy muy cerca de lograrlo. Tiempo después volví, pero todo fue muy diferente.

Esos días de fiestas y amaneceres tardíos no se comparan con los días junto a los abuelos en esa calma, siendo mimada por ‘mi segunda mamá’, como le digo a mi abuela y el jefe del clan que supimos ser hasta ese entonces. Hoy tengo la nostalgia a flor de piel porque nada volvió a ser lo que era pero gracias al abuelo, que construyó esa casa con todo su amor, viví los mejores días en Punta Mogotes y vuelvo a repetir, algún día junto a mi compañero y nuestra descendencia habitaremos una morada muy parecida a esa, tengo fe de que el sueño se cumplirá.

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